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Tal vez a nadie le suene la chica pelirroja de Asturias que medía 1,58 y que soñaba con llegar a la luna. Pocos sabían que desde pequeña luchaba por conseguir su sueño, subirse a un cohete o pisar una vez suelo lunar antes de morir. Son muchos los que la vieron caminar sola por la calle, con su gorro gris y su abrigo negro. Sí, ese que nunca cambiaba según iban pasando los años a pesar de ser de hombre, enorme y despasado de moda. Aquel que tenía los bordes de las mangas rotas y descosidas, que no daba ni frio ni calor y al que le faltaba un botón. Su cuello estaba dado de sí al igual que sus vaqueros largos que siempre pisaba y nunca recogía. Que cuando llovía, los cordones de los zapatos viejos se llenaban de barro y sueltos, le daban latigazos en la pierna cuando andaba. También son pocos los que pudieron verle el pelo cuando se quitaba el gorro. Esa melena afro que alisaba para disimular y para que le entrase su gorro gris en la cabeza porque si no, abultaba demasiado. Es cierto que parecía que sacaba la ropa de un mercadillo o de una tienda de segunda mano, pero así era pues en su casa no había demasiado dinero y la ropa que vestía era grande, normalmente masculina, y ya se la había puesto otra persona. La sacaba de la tienda de su madre, un pequeño y sencillo negocio familiar que vendía prendas de estas. Esa chica pelirroja, bajita, con gustos despasados y simples, que no se maquillaba ni arreglaba para salir, que bajaba en pijama con su abrigo a por el pan. Esa chica que nunca salía sin su gorro gris y que llevaba un pendiente de la raspa de una sardina; en la que nadie piensa ni falta que hace. Aquella que pasaba desapercibida entre la multitud aunque a la vez con pintas extrañas. Ella conocida como Nina. Ella se llamaba Rose.